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Odorin

Caminaba pensativa por el bosque de Maeglin, entre las extensas llanuras del Oeste y las escarpadas montañas encantadas de Tirion. Mi mente vagaba lejos, recordando antiguas leyendas que mi padre me había estado narrando la noche anterior. El otoño acaba de comenzar y el bosque estaba completamente en calma. La brisa acariciaba suavemente las amarillentas hojas de los árboles y las hacía tintinear, como pequeñas campanillas de oro. Las frescas hierbas, aún cubiertas de rocío, me hacían cosquillas en los pies al caminar sobre ellas descalza y el olor a almizcle y romero inundaba mis pulmones. Aún era pronto y el sol apenas asomaba tímido entre las finas ramas de los árboles. La luz anaranjada del amanecer teñía el paisaje con un precioso resplandor cobrizo. Yo no tenía prisa, sólo paseaba.

De pronto, algo se movió rápido y ágil tras un pequeño arbusto, arrancándome de mis pensamientos. Giré rápida la cabeza y vi cómo algunas pequeñas hojas rojizas volaban por encima de aquel arbusto, como si las hubieran lanzado al aire. Enseguida supe que allí había alguien que acaba de esconderse… o algo… Me acerqué lentamente y me asomé por encima, con cuidado, no sabía lo que me podía encontrar. Y ahí estaba. Agazapado, cubriéndose la cabeza con sus pequeñas manitas y temblando de miedo, encontré a Odorin. Así fue como nos conocimos. Odorin era un gorlim, pequeños seres habitantes de los bosques, de naturaleza bondadosa aunque algo traviesos y muy dados a contar historietas inventadas. De piel gruesa y pardusca, Odorin no levantaba más de 50 centímetros del suelo. Sus orejas largas y puntiagudas le caían hasta arrastrarlas y sus ojillos malvas eran ágiles y curiosos. Tan sólo llevaba un pequeño zurrón, donde iba guardando pequeños tesoros del bosque, que él consideraba de gran valor. Una pequeña piedra azul del río, un botecito donde guardaba un rayo de sol y la última hoja verde de la primavera eran sus elementos preferidos de la colección.

Estuvimos largas horas paseando juntos y charlando. Me contó grandes historias sobre dragones y valientes caballeros. En todas ellas, él había vivido una gran aventura o había salvado a alguna doncella en peligro… Sus gestos y ademanes eran exagerados, saltaba de un árbol a otro recreándome las distintas escenas, de cómo él sólo había acabado con tres dragones de cuatro metros de altura o cómo había conseguido escapar de un ejército de mil soldados sanguinarios… yo no paraba de reír.

Después de dos horas, paramos a descansar un rato y nos sentamos sobre un viejo tronco caído, cerca de un pequeño riachuelo que agitaba sus aguas con energía. El sol ya brillaba con fuerza en el cielo anaranjado. Todo parecía haber cobrado vida. Entonces fue cuando Odorin sacó de su zurrón un pequeño cuaderno de dibujo y unos fósforos. Cogió del suelo una ramita y la prendió. Después sopló y con el carbón empezó a dibujar con gestos rápidos y nerviosos. Me miraba, me medía con la pequeña ramita, guiñando un ojo, como si del más famoso y respetable pintor se tratase, y volvía a su papel. Parecía todo un profesional, la verdad es que era un personajillo de lo más gracioso. Y así fue como me hizo aquel dibujo.

Después, nunca más volví a saber de Odorin. Varios días regresé al mismo bosque, la mismo lugar, incluso a la misma hora, por ver si le encontraba, pero nada. Supongo que viajaría en busca del color añil del arco iris, que, según me dijo, llevaba tiempo buscándolo para completar su colección de tesoros.

El Sueño de Mary

Corría el verano de 1816 en la mágica ciudad de Ginebra. A orillas del gran lago, reposaba majestuosa la Villa Diodati, donde John Milton, autor de El Paraíso Perdido, había pasado largas temporadas hacia el año 1600. Se trataba, sin duda, de una estancia con misterio y encanto.

Aquel verano, fue el propio Lord Byron quien alquiló la casa. Éste era sólo el prólogo de lo que más tarde se vivió en sus oscuros corredores.

16 de junio. Amaneció un día gris y lluvioso. Era un verano extraño. Al parecer, los cambios drásticos de temperatura y las cruentas tormentas de aquel año se debían a la erupción del volcán Tambora, en Indonesia.

Dadas las malas condiciones para salir en el usual paseo matutino en barca, por las cristalinas aguas del lago, Byron decidió organizar un suculento almuerzo en la villa. Sobre una enorme mesa de madera maciza, los mejores manjares y vinos de la región fueron ofrecidos a sus comensales y amigos. A su derecha, su querido asistente y doctor personal John Polidori no le quitaba el ojo de encima. El Lord era la persona más aprensiva que jamás había conocido y, siempre pendiente de él, cuidaba de que se sintiera bien en todo momento. Frente a John se sentaban Percy Shelley y su encantadora esposa Mary, que, con tan sólo diecinueve años, empezaba a destacar y sorprender con sus magníficos relatos literarios. Ella y Byron mantenían una amistad muy estrecha y un gran amor por la literatura fantástica. A su lado, tímida y discreta, se sentaba Claire Clairmont, hermanastra de Mary y amante secreta de Lord Byron.

Así, los cinco amigos pasaron una tarde de lo más agradable, compartiendo anécdotas, historias y, sobre todo, literatura. La tormenta no cesaba y cada vez el cielo acechaba con nubes aún más oscuras. Los rayos amenazaban con romper los cristales de la casa con cada nueva sacudida y el resplandor encendía los jardines de la villa, formando extrañas sombras que parecían vigilar a los invitados de Byron. Un manto oscuro cayó sobre sus cabezas y, dadas las circunstancias, decidieron pasar la noche allí. Con estas condiciones, era imposible salir. Los caballos estaban asustados y el carruaje no era un medio de transporte muy seguro.

La noche invitaba al terror, a sumergirse en oscuras historias que ensombrecieran sus almas. Fue Byron quien desempolvó un antiguo libro, que reposaba sobre una de las muchas estanterías de su desordenada biblioteca. Se trataba del Fantasmagoriana, una colección alemana de historias de terror, traducidas al francés. Cada uno de ellos, fue leyendo un relato y así, bajo la luz titilante de unas cuantas velas, que casi se apagaban con cada nuevo estruendo, pasaron las horas en el salón de lectura de la villa.

Le tocó el turno a Byron y leyó una estremecedora historia acerca de un grupo de viajeros, que se contaban los unos a los otros experiencias sobrenaturales y fantasmagóricas que ellos mismos habían experimentado. Fue así que una idea brotó en la mente de Byron. Desafió al grupo a que, aquella noche, cada uno de ellos se fuera a su dormitorio y escribiera una historia de terror. A la noche siguiente, las leerían todas y decidirían cuál de ellas era la más terrorífica. Todos recogieron el guante.

Las horas pasaron lentas aquella noche. Cada uno en su dormitorio, se embarcaba en un terrorífico viaje a lo más profundo de su imaginación. Monstruos, fantasmas, muertos vivientes y seres de lo más espeluznantes desfilaron por aquellos aposentos, marcando sombras en las agrietadas y grises paredes de aquel viejo caserón. Y la tormenta no cesaba. Los truenos hacían saltar del asiento a los huéspedes aquella noche, pero las plumas no dejaban de deslizarse sobre el papel.

Pero ¿qué ocurría en el dormitorio de la joven Mary? Nada. Paseaba de un lado a otro de la habitación, como una fiera enjaulada, agitando con nerviosismo la pluma en su mano. Se sentaba, miraba el papel en blanco, cerraba los ojos e intentaba imaginar lo más horrible jamás imaginado… pero nada. Parecía que, aquella noche, sus monstruos estaban dormidos. Así, finalmente, agotada, se dejó llevar también por la fuerza de Morfeo. Sentada en el antiguo escritorio, su cabeza reposaba sobre el papel en blanco, mientras la vela se consumía lentamente, hasta dejar la habitación en la más tétrica oscuridad…

De pronto, Mary sintió un escalofrío que le recorría la médula, abrió los ojos de golpe y saltó de la silla, al sentir como una suave caricia en su brazo. Allí, en medio de la habitación, sola, a oscuras, su respiración cada vez era más agitada. La tormenta aún era más violenta, el viento aullaba y la lluvia chocaba contra las ventanas de su dormitorio con ira, como si todas las fuerzas de la naturaleza su hubieran puesto de acuerdo aquella noche para hacer saltar por los aires la casa.

Intentando mantener la calma, Mary respiró profundo y se acercó de nuevo al escritorio. Encendió otra vela y entonces lo vio claro. La hoja en blanco estaba mojada por sus propias lágrimas, lágrimas de terror. Sin pensarlo dos veces, se sentó, cogió la pluma y no dejó de escribir en lo que quedó de noche. Las palabras se le acumulaban en la cabeza, las imágenes de aquel sueño se mostraban cada vez más claras en su mente. Todo cobró sentido sobre el papel y aquella noche nació una de las novelas de terror más importantes de la historia de la literatura.

Amaneció un nuevo día sobre las aguas del lago Ginebra, el sol brillaba con fuerza y la hierba mojada resplandecía, agitada por la cálida brisa de aquel extraño verano. La Villa Diodati despertó y, con ella, sus huéspedes, cansados, después de tan agitada noche.

Byron, con su habitual sonrisa entre maléfica y descarada, volvió a convocar a sus invitados. Se reunirían al crepúsculo y cada uno leería su relato.

Y así, cuando el reloj de pie comenzó a marcar las siete, de nuevo los literatos tomaron asiento en la vieja sala de lectura, con un manuscrito arrugado entre sus manos cada uno. Se miraban unos a otros intrigados y, con cada nueva campanada de reloj, aún se impacientaban más, nerviosos por quién ganaría aquel reto.

Y por fin dieron las siete. Por supuesto, Byron fue el primero en hablar y el primero en comenzar a leer su relato fantástico, al que llamó El Entierro (http://es.geocities.com/biblio_e_3/byron/entierro.htm). Se trataba de un texto inacabado, que contaba la historia de dos viajeros, de los cuales uno de ellos resultaba ser finalmente un vampiro. Sorprendentemente, este relato guardaba un gran paralelismo, tanto en temática como en estructura, con el escrito por su asistente John Polidori, El Vampiro.

Con este relato corto, Polidori se convirtió en el creador del género del vampiro romántico. El protagonista de esta terrorífica historia, Lord Ruthven, estaba inspirado en la vida disoluta y crápula del propio Byron. De hecho, éste es el motivo principal por el que, en numerosas ocasiones, se le ha atribuido a él esta obra, además de que el mismo Byron afirmó durante toda su vida que había sido él quien la había escrito… Se dice que Polidori aprovechó este relato para descargar todo el odio que sentía hacia Byron. El Vampiro fue el inicio de toda la literatura de temática vampírica que se escribió desde entonces, influyendo directamente en Drácula de Bram Stoker, ya que narraba la misma historia: aristócrata, seductor, con riquezas, castillos y palacios… y sed de sangre.

Y le tocó el turno a Mary. Sólo ella y Polidori habían terminado sus historias la noche anterior. Con manos temblorosas, sacó un papel arrugado del bolsillo, lo desdobló y, con un hilo voz, comenzó a leer. Poco a poco, sus palabras fueron siendo cada vez más enérgicas y su relato cada vez más estremecedor. Los presentes no podían apartar la mirada de aquella jovencita, que estaba consiguiendo hacerles temblar en sus asientos. Mary terminó de leer y despacio levantó la vista hacia sus compañeros. Todos, boquiabiertos, aplaudieron emocionados. Incluso el orgulloso Byron la felicitó por su magnífico relato. Un relato que, poco tiempo después, se convirtió en el comienzo del capítulo IV de Frankenstein o el moderno prometeo.

Corría el verano de 1816 en la mágica ciudad de Ginebra. A orillas del gran lago, reposaba majestuosa la Villa Diodati, donde John Milton, autor de El Paraíso Perdido, había pasado largas temporadas hacia el año 1600. Se trataba, sin duda, de una estancia con misterio y encanto. Allí, en la noche del 16 de junio, las más terroríficas pesadillas de un grupo de románticos abrieron un nuevo camino en la literatura fantástica. Monstruos y seres fantasmagóricos que aún hoy nos hacen estremecer en la oscuridad de las noches de tormenta.

Nasha

Yacía tendida en su cama de sábanas blancas. El suave camisón le acariciaba la piel y sus ojos dormidos veían seres inhóspitos y bellas tierras lejanas.

Al alzar la vista, allá en el reconfortante cielo azul, podía ver con toda claridad un precioso dragón alado, que la miraba curioso con sus grandes ojos color malva.

Nasha se maravillaba con todo aquello, envuelto en miles de colores difuminados; los objetos se veían confusos, borrosos, huían de su forma y vagaban hacia aquel anaranjado sol de atardecer, que podía apreciarse allá, en el horizonte. Tenía que haber algo en ese lugar, aunque todo era tan extraño…

La sensación que Nasha guardaba en su interior también era muy extraña. Sentía como si la nada se hubiera apoderado de su garganta, su estómago e incluso de su cerebro. Los pensamientos se agolpaban sin orden alguno en su mente, sin conexión ni significado para ella. Se sentía atrapada, todo iba demasiado despacio: parecía que las pequeñas hormigas azules pesaban 100 Kg cada una; los pájaros y las mariposas, con su significativa voluptuosidad, alzaban y descendían sus mágicas alas como si de una lenta danza se tratase. Se podía incluso escuchar el sonido que éstas hacían al chocar con el aire, el cual, tan despacio también viajaba, que el cabello de Nasha flotaba lento, como lánguidas algas marinas.

Nasha vestía de blanco, su color preferido. Llevaba un precioso camisón de seda, que se ondulaba al compás de su largo cabello rizado. Sus ojos negros, cual carbonados, miraban más allá de lo visible, más allá de lo imaginable.

¡Qué lugar tan extraño y a la vez tan mágico! Pero ¿qué era aquello que flotaba sin forma en el aire? Nasha lo miró intrigada y, cautelosamente, acercó la mano a aquella “cosa”, mas ésta se retorcía y ondulaba sin dejar que la tocasen. Tenía un color raro, como una mezcla de marrón y carmín.

Nasha jamás había visto algo parecido, aunque le gustaba, le gustaba mucho. Intentaba cogerlo, pero no lo conseguía, se le resbalaba por entre los pequeños dedos de porcelana. Finalmente desistió y, con la mirada, buscó en el horizonte a ver si encontraba algún camino que la llevara a casa.

Comenzó a andar por uno que cruzaba una especie de bosquecillo de árboles frondosos, pero pequeños. Nasha no tenía la menor idea de adónde la dirigiría este camino, conque lo único que hizo fue clavar la vista en el suelo color rosa y caminar con los hombros caídos, sin pensar ni por qué estaba allí ni si podría regresar a casa.

Todo estaba tranquilo, incluso monótono. El suelo seguía siendo rosa y los árboles seguían siendo frondosos y pequeños. Todo estaba tan en calma, que Nasha empezó a intrigarse. Las flores y hierbas realmente eran verdes, ¡qué extraño!

Decidió sentarse un rato para descansar, porque si no aquello se le iba a hacer interminable. Encontró una gran roca, plana por la parte superior, que le pareció perfecta para relajarse unos minutos. Allí se sentó, con las piernas cruzadas “estilo indio”, y, al alzar la vista de nuevo al bosque, no vio aquellos pequeños árboles frondosos ni los vegetales eran ya verdes. Nasha se asustó mucho, todo había cambiado en un instante. El camino, por el que había llegado hasta la piedra, ya no estaba, sino que ahora, en su lugar, había una pequeña senda de flores amarillas y azules.

Sus colores eran muy vivos, sus pétalos más grandes que las pesadas calabazas y eran tan poco usuales para Nasha, que ésta quedó extasiada.

Detrás, se encontraba el bosque. Ahora sus árboles eran altos, tan desmesuradamente altos, que la punta de cada uno de ellos formaba una pequeña estrella en el elegante cielo color añil. Sus ramas eran muy finas y de color ámbar, pero tenían tantas que a duras penas se podían apreciar los mágicos troncos dorados. El suelo era ahora transparente y, a través de él, se veían miles de pequeños bichitos y seres correteando de allá para acá sin orden ni sentido alguno.

Ya nada era igual; Nasha no sabía cómo, pero, en un momento, todo había cambiado. Ahora las cosas iban demasiado deprisa: los seres del subsuelo corrían tan velozmente que no se podía distinguir uno de otro, formaban una gran masa negra; los pájaros y mariposas movían ahora sus alas a toda prisa, habían perdido su voluptuosidad y viajaban en todas las direcciones al mismo tiempo, allí, adonde nunca nadie antes ha viajado.

Nasha empezó a correr asustada, además no podía hacer otra cosa, tenía que ir deprisa. Estaba aterrada, todo daba vueltas a su alrededor y los árboles nacían, crecían y morían en un instante. No podía ver bien, ya que, al parpadear tan velozmente, era poco el tiempo que tenía los ojos abiertos. Sentía como si alguien le estuviera presionando la cabeza, como si quisieran arrebatarle todos sus pensamientos.

Siguió corriendo, no sabía cómo escapar de aquel mundo de infierno.
De repente, y sin motivo alguno, todo quedó otra vez en suave calma: el viento volvió a ser brisa y el sol y la luna ya no se confundían en un sólo astro.

Nasha miró a su alrededor y sonrió; se dio cuenta de que, por fin, había salido de aquel horrible bosque. No había más que llanuras, llanuras tan extensas que se perdían en el horizonte y se confundían con el cálido cielo anaranjado. El suelo estaba cubierto de hierbas aromáticas de todos los tipos, de entre las cuales asomaban, de vez en cuando, unas pequeñas florecillas blancas que miraban al cielo extasiadas. El olor era realmente embriagador; al respirar hondo, sentía como si todo su interior se purificara, como si todo quedara limpio.

Tras unos minutos de meditación, Nasha decidió que lo mejor era dirigirse a donde la llevara su propio instinto (él siempre la guiaba por buen camino) y no preocuparse ya de más cosas. Cerró los ojos y empezó a caminar. Al principio, notaba las frescas hierbas acariciándole sus pies desnudos, pero, poco a poco, dejó de notarlas; poco a poco, dejó de notar todo su cuerpo. Se sentía como flotando dentro de una nube, o como si su cuerpo la hubiera abandonado y no fuera más que un ánima vagando en lo que parecía ser la locura.

Abrió, por fin, los ojos y quedó paralizada por el terror, la angustia. Un nudo le apretaba el estómago y las lágrimas nublaban sus pupilas y su mente. Ante sí, estaba viendo a una muchacha vestida de blanco, con el cabello largo y rizado, el cual enmarcaba una bonita cara de porcelana; unos ojos tan negros que su propia mirada se perdía en su interior.

Estaba atrapada en un mar de cristal e iluminada por una luna de marfil, que brillaba en el oscuro y embrujado cielo. Todo era frío y la muchacha estaba sola.